domingo, 21 de noviembre de 2010

http://www.youtube.com/watch?v=CYQTy_sRNRU&feature=related

Frases de Frank Lloyd Wrigth


La arquitectura es vida, o por lo menos es la vida misma tomando forma y por lo tanto es el documento más sincero de la vida tal como fue vivida siempre.



Lograr el todo con lo mismo.



Un médico puede enterrar sus errores pero un arquitecto apenas puede aconsejar a sus clientes que planten enredaderas.



Los edificios, también, son hijos de la tierra y el sol.


Todo gran arquitecto, necesariamente, es un gran poeta. Debe ser un gran intérprete original de su tiempo, de sus días, de su época.
El arquitecto debe ser un profeta... Un profeta en el verdadero sentido del término... Si no puede ver por lo menos diez años hacia adelante no lo llamen arquitecto.



Ninguna casa debería estar nunca sobre una colina ni sobre nada. Debería ser de la colina. Perteneciente a ella. Colina y casa deberían vivir juntas, cada una feliz de la otra.

Unas pocas memorias sobre Rogelio


Mis primeras memorias de Rogelio Salmona se remontan 45 años atrás. Era yo estudiante de arquitectura en la Universidad de los Andes en Bogotá cuando una tarde corrió el rumor de que un personaje rarísimo iba a presentar un proyecto. Cualquier disculpa era buena para no ir a la clase de Taller y, por simple curiosidad, casi todos nos reunimos para ver de qué se trataba. En las paredes estaban colgados los planos de uno de los más bellos proyectos que yo hubiera visto hasta el momento: la Cooperativa de los Cerros, cuya construcción se inició pero jamás concluyó. Durante muchos años la estructura estuvo abandonada en las laderas de los cerros bogotanos, y confieso que no volví a pasar por el lugar y hoy no sé qué habrá sucedido con ella.
Era un proyecto complejo, escalonado, imbricado a más no poder, con un impresionante estudio de niveles y escaleras que relacionaban con rítmica geometría los diversos pisos. La cubierta inclinada lo amarraba totalmente. Era en ladrillo y concreto expuestos, sólido y severo en su expresión, pero acogedor en cuanto generaba un gran espacio de acceso a través del cual se entraba a las distintas unidades. Además, había algunas planchas dibujadas a lápiz, en colores, no sólo con maestría, sino con evidente cariño. No se trataba de salir del paso. Repito, hasta ese momento no había visto un proyecto tan atractivo.

Al lado de los planos había un personaje inquieto, delgado, narizón, que se expresaba con rapidez. Aparentemente era el autor del proyecto. Tengo, como si fuera reciente, grabada su imagen, su hablar y sobre todo su modo de vestir, que rompía con la ortodoxia del momento. En una universidad donde los profesores de matemáticas nos retiraban del salón si no llevábamos corbata, estaba este señor con un suéter de lana verde oliva que le quedaba grande, unos pantalones de pana arrugados, también verdosos, y unas botas que evidenciaban el trajín al que habían sido sometidas. Cuando inició la explicación a gran velocidad y con evidente nerviosismo, empezamos a darnos cuenta de que nos encontrábamos ante alguien excepcional.
El proyecto lo estaba presentando ante un jurado a manera de validación de la carrera de arquitectura que nunca había concluido, como tesis de grado. Alrededor de él se generó una tímida discusión por cuanto ninguno de los asistentes se atrevía a debatir con Salmona (así supimos que se llamaba). Cuando alguno de los integrantes del jurado se atrevió a hacer una pregunta, bastante tonta por cierto, recibió una respuesta que fue como un latigazo.

–¿Y cómo se pueden hacer esas losas inclinadas en los techos de las zonas sociales?

–Con la formaleta. ¡Se pone inclinada!

No tuvo que decir nada más; el tono bastó para que todos comprendiéramos lo que pensaba acerca de quien había indagado, y a partir de ese momento se supo que no habría más preguntas sino apenas comentarios, susurros y murmullos entre los asistentes.

Así conocí a Rogelio.

Meses después fue una sorpresa saber que había aceptado hacerse cargo de la materia de Historia de la Arquitectura que correspondía a nuestro grupo. Las clases eran entretenidas, serias y cautivantes por el entusiasmo que les imprimía. El texto que escogió para el curso, para nuestra fortuna, fue Saber ver la arquitectura, de Bruno Zevi, de quien jamás habíamos oído hablar. Aprendimos entonces a discutir y debatir, siempre haciendo preguntas con sumo cuidado, casi con horqueta, para evitar la reacción airada de este maestro que, acostumbrado a otros niveles académicos, no podía esconder su asombro ante nuestra ignorancia. No era una reacción falsa, afectada, por impresionar, sino real y profunda, casi angustiada.

En alguna oportunidad se retiró, indignado, del salón de clases. Quedamos perplejos y avergonzados de haber llegado al nivel que había generado esta reacción, y empezamos a discutir entre nosotros. Rápidamente, con los más valientes, formamos una comisión que fuera a explicarle que en realidad no éramos tan brutos como parecíamos, sino que a veces nos era imposible asimilar el torrente de información con que nos abrumaba. Fue grande nuestra sorpresa cuando al traspasar la puerta del salón encontramos que allí había estado todo el tiempo, oyéndonos. Con una gran sonrisa volvió a ingresar y, como si nada, siguió adelante.

No recuerdo qué aprendí en términos concretos durante ese curso, pero sé que a partir de aquel momento descubrí la historia, aprendí a quererla y entendí su importancia como punto de apoyo fundamental para nuestra profesión, en cuanto nos abría nuevos horizontes, nos trataba de crear una mente analítica, rigurosa, y nos hacía entender los porqués en vez de los quiénes o los cuándos.

Tal vez me equivoque al decir que no recuerdo nada concreto. Entré en contacto con el admirable maestro Zevi y aprendí lo que era la tal “arquitectura protocristiana”, que con frecuencia sacaba a relucir Rogelio. Para mí fue un momento culminante del curso cuando un día me eché al agua y me atreví a preguntar a qué se refería cuando utilizaba ese término. La reacción fue inesperada:

–¡Excelente pregunta! –y de la nada se soltó a dar la explicación más prolija que yo jamás hubiera oído.

Al poco tiempo nos lo asignaron como profesor de Taller. Nuevamente pasamos por otra maravillosa experiencia. No sólo era una clase de diseño; era también de estructuras, de construcción, de historia. El tema a desarrollar era uno de sus favoritos: un colegio. Pero, otra vez, las preguntas había que hacerlas con pinzas.

Con el ánimo de definir más el tema, cometí la estupidez de preguntarle para qué nivel social estaba destinado el colegio. La respuesta, casi descontrolada, empezó con...

–¿Y eso qué importa? ¡Los niveles sociales no existen para la educación!

De ahí en adelante no cesó una letanía de la cual aún me estoy reponiendo. Barrió el piso conmigo mientras mis compañeros asistían impotentes a la masacre. Todavía me sacudo el polvo.

Otro día algún compañero se atrevió a mencionar que su circulación “remataba” en un determinado espacio o elemento. Esa vez fui yo quien pude asistir a la barrida del piso. Comenzó por...

–Los remates sólo existen en el fútbol, no en la arquitectura –y prosiguió un buen rato con otra serie de coscorrones semejantes. Jamás sabíamos qué iba a pasar. Cuando escribíamos en algún plano “Fachada principal”, se transformaba como si hubiera visto al demonio:

–¡En arquitectura todas las fachadas son principales!

El día de la corrección final el jurado casi me despedaza. En medio de la carnicería, se me acercó Rogelio y me susurró al oído:

–¡Carajo, Morales, defiéndase! No estoy de acuerdo con lo que le están diciendo.

Ese inesperado apoyo me dio ánimo para pelear y, como pude, salí del embate.

Fue en ese curso donde surgió una de las más famosas anécdotas sobre Rogelio. Me consta que es cierta por cuanto sucedió en el Taller que nos dictó. Un compañero nuestro, Jaime Ardila, pertenecía a una familia propietaria de un periódico de Bogotá. De carácter amarillista, lleno de casos criminales, con fotos de abaleados y horrendos accidentes de tránsito, tenía hasta modelo desnuda de doble página en su parte central, ella generalmente voluptuosa y muy dotada de carnes; esa sección se llamaba “el editorial”.

En una de sus revisiones del proyecto de nuestro compañero, Rogelio, bastante molesto por la mediocridad que percibía, le preguntó:

–Aquí no se ve casi trabajo. ¿Qué es lo que usted hace?

A lo cual Jaime le respondió muy seriamente:

–Administro El Espacio, maestro.

Con la respuesta Rogelio se tranquilizó, le brindó algunas orientaciones y le recomendó que debía dedicarle más tiempo al proyecto.

Esa misma tarde se dirigió a la decanatura, donde había varios profesores reunidos, y les contó que tenía un estudiante muy interesante, que realmente entendía de qué se trataba la arquitectura, de administrar el espacio. Cuentan que se desternilló de la risa cuando le explicaron que el “espacio” al cual se refería Jaime era el periódico, que así se llamaba, y en el cual realmente tenía el cargo de administrador de alguna sección. Nunca pudimos saber si tenía algo que ver con los editoriales.

Con el pasar del tiempo me integré a la facultad como profesor y Rogelio se retiró de sus cursos y talleres. Casi no se aparecía por allá. El decano de turno logró una invitación para que un grupo de profesores viajara a Estados Unidos a visitar varias ciudades, y Rogelio fue invitado a formar parte del grupo. Para sorpresa nuestra, al llegar a Estados Unidos se transformó. Como el inglés no era uno de sus fuertes, se convirtió en un ser indefenso, absolutamente dependiente de los demás. Fue toda una experiencia viajar con él, que nos enseñaba a ver, a analizar, a gozar la arquitectura. Las obras de Saarinen, Johnson, Moore, Pei, Rudolph; luego el recorrido por algunas de las obras de Wright en Chicago, Sullivan, Mies; todo fue un banquete de arquitectura, con mayúscula. Pero siempre en español, porque ni una palabra musitaba en inglés.

En pleno calor de verano en Boston, en un parque, quiso comprar un helado. Lo convencí de que hiciera el esfuerzo de pedirlo en inglés, pero lo acompañé al kiosco por si había que salir al quite. Me consta que hizo muchos esfuerzos, todos inútiles, para que le vendieran el tal helado. Muy rápidamente se salió de casillas y exasperado, en su maravilloso francés, exclamó “¡¡Con!!” (¡¡Coño!!), a lo que la niña del kiosco, con una gran sonrisa, le respondió:

–Oh! You want a cone; certainly...

Y valga, ahora que estamos solos, un secreto. En la época de ese viaje, Rogelio estaba en el proceso de diseño de las Torres del Parque de Bogotá. Constantemente miraba y analizaba detalles y materiales, tomaba notas. En alguna oportunidad fuimos a una reunión que nos hizo Serge Chermayeff en su casa, toda en bloque de concreto a la vista, y Rogelio se interesó mucho en ese material y su expresión. Coincidió con que mi familia era dueña de una fábrica de bloques de concreto en Bogotá, la primera que existió, y al regreso le produjimos unas muestras que quería, con colorante integral, para analizar la posibilidad de utilizar el bloque de concreto en el proyecto. Para desgracia nuestra esta opción no cuajó, pero para fortuna de la arquitectura la idea murió. ¿Se imaginan ustedes las Torres en bloque de concreto?

Varios años después fui designado decano de la Facultad de Arquitectura de la Universidad de los Andes, cargo que desempeñé por espacio de 16 años. Gracias a esa larga permanencia se pudo organizar una serie de actividades que en períodos de corta duración son casi imposibles de adelantar. Logramos, por ejemplo, que cada dos años se celebrara un foro internacional al cual asistían arquitectos de primera línea, de renombre internacional, quienes ofrecían conferencias durante una semana.

La asistencia era muy grande, pues venían estudiantes y profesionales de todo el país. A través de esos encuentros pudimos contar con la presencia de Aldo Rossi (antes de ser Pritzker), Álvaro Siza (también antes de ser Pritzker), Giancarlo di Carlo y Ralph Erskine (a quienes les quedaron debiendo el Pritzker), Oriol Bohigas, Eladio Dieste, Aldo Van Eyck, Teodoro González de León, el mismo Rogelio Salmona (a quien sin duda le quedaron debiendo el Pritzker) y muchos más.

Estos eventos ya son cosa común en todas partes, pero no lo eran a comienzos de los años ochenta. Mas bien era una proeza poderlos llevar a cabo, empezando por la ausencia de internet, las dificultades de conexiones aéreas y por ser una época de mucha violencia en nuestro país, lo cual hacía que algunos no aceptaran la invitación. Pero aparte de las cuestiones logísticas, había otros problemas. El primero de ellos era la escogencia del tema de cada encuentro, lo cual se superaba después de duras discusiones. Lo segundo, tal vez lo más difícil, era la escogencia de los conferencistas, por cuanto había siempre más candidatos que cupos. Solía entonces llamar a Rogelio para que me recibiera y les diera la bendición a los finalistas.

Conociendo su costumbre de llevar la contraria, me presentaba con mucha humildad a su oficina y empezaba a explicarle:

–Mira Rogelio, me dicen que este señor no tiene mayor cosa que decir, este otro parece ser pésimo conferencista, me cuentan que hasta tartamudea. El de aquí tiene una obra muy mala, y el otro no parece tener un mensaje coherente para transmitir.

Así, le terminaba la lista sobre la base de que ninguno servía para mayor cosa. Siguiéndome el juego, me llevaba la contraria.

–Pero Carlos, cómo no vas a traer a éste; vas a ver lo útil que puede ser su visita; y a fulano lo conozco, excelente, cómo lo vas a dejar por fuera.

Y así, en casi todas las oportunidades lograba yo estar seguro de que la escogencia final de conferencistas fuera la más adecuada y contara con la revisión y el apoyo de Rogelio.

En esa época, en asocio con la Editorial Escala de Bogotá, también publicamos el primer libro sobre Rogelio dentro de la Colección SomoSur, que todavía sigue con gran esfuerzo sacando nuevos tomos. Después vinieron otras publicaciones sobre él, pero, con la mano en el corazón, creo que aún falta hacer el verdadero libro sobre su obra.

Coincidimos en otra oportunidad en Madrid, como jurados de la Primera Bienal Iberoamericana de Arquitectura e Ingeniería. También Ernesto Alba Martínez formaba parte del jurado. Después de una sesión salimos a almorzar a un restaurante que Rogelio nos recomendaba. Duramos un buen rato dando vueltas, por cuanto no se acordaba dónde quedaba. Siempre era “creo que por aquí” o “por allá”, hasta que por fin, doblados por el hambre, nos topamos con el lugar. Tan pronto ingresamos nos dijo, señalando en una dirección:

–Ésa es una buena mesa; allí estuve sentado con el rector Gala de Alcalá de Henares.

Un mesero que estaba cerca de nosotros nos miró y, dirigiéndose a Rogelio, dijo:

–Eso es mentira... –a lo cual no prestamos atención.

Insistió el mesero, mirándonos:

–Él nunca ha estado sentado en esa mesa con el rector de la Universidad de Alcalá de Henares –a lo cual le dijimos que ya bastaba. Sin embargo, insistió, con un tono más impertinente:

–Es que el señor está diciendo mentiras. ¡Nunca se sentó en esa mesa con el rector!

Rogelio estaba confundido y bastante ofuscado, por cuanto era una situación difícil de manejar, que supongo jamás se le había presentado. Fue precisamente Ernesto Alba quien reaccionó, indignado, e increpó al mesero:

–Oiga, ¿por qué trata al señor de esa manera? Esto es inaceptable, no puede ser.

Entonces el mesero nos miró seriamente y dijo:

–Jamás se sentaron en la mesa, no lo hubiéramos permitido. Se habrán sentado en las sillas, pero no en la mesa.

Reconfortado Rogelio, pasamos luego un maravilloso rato oyendo los cuentos y ocurrencias del tal mesero, quien resultó ser una verdadera caja de música.

Pero sin duda la anécdota que más gracia me causó fue la sucedida en un restaurante bogotano. Un compañero de universidad, Pacho para este relato, siendo aún estudiante entró a trabajar al despacho de Rogelio. Siempre nos contaba unos cuentos de terror sobre esa experiencia.

–Es que si dibujo las horizontales primero me grita que así no se hace; que debo hacer las verticales primero; si dibujo las verticales primero me grita que deben ser las horizontales. O siempre me está diciendo que piense, que piense, piense...

Contaba Pacho que un día se le colmó la copa, decidió rebelarse, puso sobre la mesa los lápices, escuadras y cuanto tenía, y gritó:

–¡Me largo de aquí!

Rogelio se quedó mirándolo, subió corriendo a su oficina y bajó con un frasquito de píldoras:

–¡Se toma dos al día para tranquilizarse!

Pacho terminó sus estudios, y ya graduado se fue a trabajar a Canadá. Allí duró varios años y, por cosas del destino, terminó en un ashram en Katmandú, en el Valle de los Dioses, vinculado a un monasterio budista. Rara vez sabíamos de él, hasta que pasado un buen tiempo regresó a Bogotá a reunirse con su familia por unas semanas. Lo visité e invité a almorzar. Con una larga barba entrecana, túnica blanca, sandalias y una bolsita colgada al cuello en la que cargaba, según nos decía, todas sus pertenencias terrenales, el gurú irradiando paz, entramos a un restaurante. No nos dimos cuenta de que Rogelio estaba en otra mesa. Cuando él terminó, antes de salir, vino a saludarnos y no reconoció a Pacho, su antiguo colaborador. Los presenté:

–¿Rogelio, te acuerdas de Pacho? Trabajó contigo hace muchos años.

De inmediato se acordó y de manera muy afectuosa le preguntó:

–Pacho, qué bueno verte. ¿A qué estás dedicado?

–A pensar.

–No, en serio, ¿qué haces?

–Pienso.

–¿Cómo así? Nadie puede vivir de sólo pensar, ¿qué es lo que haces?

El gurú se agitó mucho, su paz interior alterada, lo cual parece que no le había sucedido casi nunca, y le dijo de manera cortante:

–Carajo, Rogelio, en su oficina me decía todo el tiempo “¡piense, piense, piense!”, y ahora que estoy pensando, ¡no me cree!

Fueron pasando los años, y los contactos con Rogelio se volvieron menos frecuentes, en parte debido a que iniciamos ISTHMUS, la escuela de arquitectura que ahora dirijo en Panamá, y una buena parte del tiempo estoy alejado de Colombia. Sigo con mi firma desde hace más de 40 años en Bogotá, y eso me permite de vez en cuando sentarme a llamar a amigos tan sólo con el propósito de charlar. Uno de ellos era Rogelio. Pasaban varios meses entre conversación y conversación; pero siempre me decía que estaba enterado acerca de lo que estaba haciendo y utilizaba una palabra que mucho me impresionaba:

–¡Carlos, ésa es mucha tozudez la suya! Descanse un poco.

Siempre le contestaba:

–Rogelio, tú no tienes autoridad moral para decirme eso; tú nunca descansas y, además, no fuimos diseñados para descansar –y me respondía con una pequeña risita, entre seria y socarrona:

–Tienes razón.

Cada año nuestra escuela hace un viaje de estudios a distintos lugares. Hace un tiempo se hizo una visita a Bogotá. Le había pedido a Rogelio que recibiera a los muchachos y les charlara un rato. No hubo mejor anfitrión; prácticamente los adoptó, los acompañó a las obras, les explicó todo lo que quisieron. Me comentaron luego los estudiantes que rara vez habían conocido una persona más abierta y cariñosa. Hasta tienen una foto suya colgada en el auditorio de nuestra escuela, todos agrupados en torno a Rogelio.

Y entonces, haciendo memoria, debo confirmar la impresión de estos estudiantes. Rogelio siempre fue afectuoso; a veces entrañablemente. Pero él no quería admitirlo, y siento que era incapaz de aceptarlo. En medio de sus regaños y respuestas a veces duras se encontraba una persona nerviosa, disciplinada, exigente, pero en el fondo cariñosa, siempre buscando cómo sacar lo mejor que cada persona pudiera dar; siempre dispuesto a dar un concepto, una orientación, a dar todo de sí.

Este aspecto de su personalidad fue haciéndose más evidente con el pasar del tiempo; ni su brío ni su agudeza cambiaron; tampoco su incontenible amor por la arquitectura; tan sólo se suavizaron las aristas, y una serenidad que sólo dan los años se fue apoderando de él, el Maestro, en el trato con los demás.

Hace poco más de un año estuve gravemente enfermo y fue necesario intervenirme de urgencia. Cuando me remitieron de regreso a casa, donde tuve que pasar un buen tiempo de convalecencia, una de las primeras llamadas fue la que me hizo Rogelio, él ya bastante enfermo.

–Carlos, te tienes que cuidar mucho. No trabajes tanto, no exageres la cosa –a lo cual, como siempre, le contesté:

–Rogelio, tú eres la persona con menos autoridad para decirme eso, pero no tienes idea de lo que me significa esta llamada. Estoy conmovido y, creo, curado... mil gracias.

A través de amigos seguí de cerca su enfermedad. No me atrevía a visitarlo por no incomodarlo o por no contagiarle alguna infección debido a su delicado estado de salud. Por mis viajes, no pude asistir a ninguno de los homenajes que se le brindaron. Una o dos veces que llamé a su casa me contestó su mujer, María Elvira, y en otras dos oportunidades me respondió él directamente. La última vez tan sólo me dijo, con mucha debilidad en su voz:

–Carlos, gracias por la llamada, esto es largo y difícil.

Jamás percibimos en él un momento de vanagloria u ostentación por los reconocimientos que, sobre todo al final de su vida, le fueron llegando. Jamás, a pesar de su capacidad para indignarse frente a lo que consideraba censurable o criticable, le oímos un insulto o un señalamiento injusto hacia alguien. Ese cascarón de severidad y aparente dureza de poco le sirvió en los últimos años para protegerlo de todo el afecto y cariño que tantos quisieron demostrarle; contra eso no pudo defenderse. No tuvo argumentos para rechazarlos y, además, me parece que ya pocos le creían sus rabietas.

Hace algunos días publicaron un artículo en la prensa en el cual citan, de manera textual, una explicación que hizo sobre el edificio de postgrados de la Universidad Nacional, y en algún aparte señala que los espacios tienen límites que a veces rematan en el cielo. ¿Rematan en el cielo? La tal palabrita me trajo a la cabeza un recuerdo y, entonces, una pregunta que, de estar él presente, le haría: “¿Al fin qué, Rogelio? ¿Existen o no existen los remates en arquitectura?”.

Adiós al buen amigo.

Fuente:El malpensante.com

Articulo de Carlos Morales Hendry